El derecho de ser rubio

Foto: Lola Zavala

por Juan Honey

En agosto Barcelona se llena de rubios. El tsunami que sube y baja por las Ramblas o Portal de L’Àngel y calles aledañas se conforma de cabecitas amarillas que, vistas de cerca, acompañan, o bien,  pálidas pieles –si es que jalan una maleta hacia un hotel–, o bien, pieles rosas, si es que visten el bañador o el bikini –o es que jalan la maleta rumbo al caótico aeropuerto de El Prat–. Entre ellos se camuflan los argentinos surgidos del frío. También, los arrubiados mexicanos que gustan de pagar sus compras con tarjetas American Express de colores raros, no incluidos en la paleta Comex, ni encontrables en ninguna tienda de pinturas de la capital catalana. «Son lo mejor para viajar», aseguran con ese acento tan mexicano, tan del México que hace la compra en Houston y esquí en Aspen.

Las calles del centro de la ciudad devienen, conforme se asienta el verano y las consiguientes noches de insomnio, en aparadores. Abandonan su ser original: vías de comunicación/tránsito. Los edificios ahora son escenografía y las escasas plazas y callejones, platós donde transcurre la obra del verano. La ciudad, pues, desaparece, para dejar paso a una representación de sí misma. Ésta, a diferencia de la original, es una construcción prefabricada –cual edificio soviético o del Infonavit– enriquecida con aquello que llama la atención y vende: sangría, vasos gigantes de cerveza, comida amarilla que en los restaurantes nombran «paella».

Las legiones rubias llegan al extremo de ralentizar trayectos cotidianos y de contribuir tanto como el calor al mal humor.

Esta invasión de rubiales representa un importante ingreso monetario para la ciudad, y el país. Ahí están los empleos de los que se vanaglorian los políticos en funciones cada año. La invasión, que ha ido a más y más y más, también representa un quebradero de cabeza para quienes nos quedamos a residir en esta mediterránea ciudad durante el mes estival por excelencia. Las interminables filas de bicicletas (un rubio sobre cada una) se adueñan de las callejuelas peatonales, nos interrumpen el paso, nos agreden con su férrea y rodante arma con tal de no perderse de su rebaño. Nuestros bares, esos a los que se acude («acudía», se espeta, cada año con mayor frecuencia) con los amigos, una vez logrado el premio de la impresión del nombre en alguna guía de viajes de alcance internacional o la aparición en algún portal de internet dedicado a turistas, escatiman la calidad de la comida, suben precios, imprimen menús en inglés, alemán, finés… Cambian clientes constantes por clientes contantes y sonantes.

El turismo es un dilema. Sí: viajar por ocio es un rubio derecho, pero ¿hasta dónde es beneficioso? Si estos rubios se llevaran a casa algo de conocimiento sobre lo visitado, algo no precocinado en exclusiva para ellos, quizá valdrían la pena tantos vuelos, tantas colas, tanto tiempo invertido en buscar ese tipo de hospedaje que a los habitantes de la ciudad elegida se nos traduce en burbuja inmobiliaria. No se lo llevan: de Barcelona parten con la idea de que los Irish Pubs dominan la escena nocturna, que el flamenco es originario de alguna calle del Gotic Quarter, que los españoles beben sangría incluso mientras hacen la siesta.

Durante los últimos años en Barcelona (aunque no únicamente aquí) se ha presentado otro tipo de turismo. No es nuevo. Sólo, como el resto del todo en la vida, se ha masificado. Se trata de esos rubios a quienes se les acaba el presupuesto vacacional y de las honduras de sus seres extraen una especie de jipismo exacerbado que mezclan con un deseo de vivir la experiencia de la necesidad. Por la noche duermen a la intemperie; por el día, piden dinero en las aglomeradas calles: rostros mugrosos –aunque, blanquitos– cerveza en mano y cartel frente a ellos: «Money for beer – dinero para cerveza – Thanks! Gracias!». Y, claro, a quienes venimos de México –sin tarjetas de crédito de colores desconocidos para el ojo humano común–, nos llama la atención sobremanera.

Hace años, en una de estas calles ahora convertida en escenografía, se instalaba cada día, durante 12 horas por jornada, un señor que pedía dinero para un «chalet en Marbella» y «un Ferrari». Daba gracia. No porque fue antes de. No porque era un señor mayor. No por no ser rubio-rubio, sino español. Daba cierta gracia, de esa gracia mezclada con amargura, porque lo suyo respondía a una necesidad vital y honesta, a la que había hecho frente con humor. Aquel, digámoslo, era su trabajo. No pretendía la casa en Marbella ni el Ferrari. Quería terminar el día con un poco de dinero para sobrevivir. No había un país de esos de donde emergen los rubios como el agua de los géiseres a donde pudiera regresar… No vivía la experiencia de ser un sin techo. Él, lo era.

Mas, resulta imposible negar que los rubios tienen derechos y que uno de ellos es elegir qué tipo de experiencias viven. Es su derecho convertirse en empleados de empresas trasnacionales y expatriarse a barrios rubios en países marrones como es su derecho hacerse con empleos con buenas remuneraciones en países rubios; es su derecho formar parte de una horda de turistas y tomar alguna ciudad de moda durante su mes de vacaciones –ganado con el esfuerzo de su arduo trabajo–; es su derecho experimentar el ser un sin techo… luego, cuando sean adultos-rubios, lo contarán y se reirán de sus peripecias de juventud.

Nada que reprochar, sin duda. Los derechos, derechos son, y todos sabemos que cada color de piel viene con su propio kit. Lo que nos queda, pues, es ejercer o sufrir el que nos haya tocado.

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