Ya no es lo duro, sino lo tupido

Las Ramblas. Foto: Héctor Barajas
Las Ramblas. Foto: Héctor Barajas

por Juan Honey
fotos: Héctor Barajas

Al clima mediterráneo se le suponen temperaturas templadas y agradables. “No todos tienen la suerte de tenerlo”, me dijo una vez una amiga, orgullosa, mientras hablábamos del tema, en pleno invierno. Yo me moría de frío, a pesar de mi abrigo y mi bufanda, y no daba crédito a lo que escuchaba. “Esto es horrible, el sol apenas calienta”, pensé.

La creencia de mi amiga, de que aquí se está muy bien de enero a diciembre, es compartida por los despistados turistas ingleses, alemanes o estadounidenses que vienen durante la época invernal, creyendo en el tópico de que el sol español calienta más que ninguno. Y ahí los ves por el barrio Gótico, en chanclas y pantalones cortos por la noche, muertos de frío, pensando seguramente que tuvieron mala suerte y que ese frío es una excepción (las inglesas merecen un punto y aparte, sin importarles lo que marque el termómetro salen a la calle como si estuviéramos en el Sahara, con escotes hasta el ombligo y minúsculas faldas. Misterio de la vida).

Portal del Ángel. Foto: Héctor Barajas
Portal del Ángel, Barcelona. Foto: Héctor Barajas

Contrariamente a lo que hacen estos turistas surgidos del frío, muchos de los mexicanos cuando venimos a Europa traemos ropa térmica en la maleta. De esas camisetas y pantalones que son auténticos mata pasiones, pero que te mantienen abrigado. Tengo que confesar que no fui la excepción: tengo dos juegos y los utilizaba bastante. La gente de aquí se ríe de nosotros y nos tildan de exagerados. “En Barcelona no hace frío”, dicen. “Es peor en otros sitios”. Y sí. Tienen razón. En Helsinki, Berlín e incluso Madrid es peor. Eso, sin embargo, es un magro consuelo cuando sientes que te convertirás en una escultura de hielo.

¿Más cálida es Ciudad de México? Pues sí y no. La temperatura barcelonina raramente baja de los cinco grados, y casi nunca neva. En Ciudad de México se tienen los mismos registros (e incluso temperaturas inferiores de madrugada. No es raro, por ejemplo, que los jardines amanezcan cubiertos de escarcha). ¿Qué nos pasa entonces? Pues que las máximas aquí no alcanzan para andar en camiseta de manga corta durante el día y que el sol casi no calienta. Justo por ello, mi primer invierno en Barcelona fue difícil. No me congelaba, pero en ningún momento el día alcanzaba una temperatura que se pudiera llamar cálida. Las noches llegaban muy pronto y el invierno se alargaba meses y meses. Sufría no lo duro, sino lo tupido.

Luego te acostumbras. Te consuela que allá en la meseta española, o cruzando los Pirineos, los coches tienen que llevar cadenas en las llantas para no resbalar con el hielo de las carreteras y que les oscurece no a las cinco, sino a las dos de la tarde. Aquí, en los bares no pasas frío (como sí sucede en los de D.F., que a veces tienes que estar dentro con la chamarra y los guantes puestos. Cosas de no conocer la calefacción) y siempre puedes recurrir a la famosa ropa térmica (o a pasear dentro de El Corte Inglés, auténtico ejemplo de la antítesis estacional). Aprovechas para comer sopa y lentejas y esas cosas que no apetecen nada durante la época estival.

Son fundamentales, eso sí, dos cosas para ser feliz durante el invierno: la primera, tener un buen calzado. Los Converse (que he usado casi ininterrumpidamente desde los 15 años) son All Star, pero no All Weather y mejor comprarse unas botas, porque por ahí abajo es por donde entra el congelamiento. La segunda, es ser pacientes. La primavera llegará y la explosión de felicidad generalizada es muy contagiosa y genial, con hormonas sobre excitadas incluidas.

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