Pronunciar la realidad

por Juan Honey

Cuando se pierde una lengua se pierde una forma de pensar, de ver y estar en el mundo; de relacionarse con lo otro… se pierde una cultura. ¿Qué pasa cuando se trata de un nombre propio? A los periodistas en España les da, cada año, por publicar las listas de los nombres de moda, esos con los que los progenitores marcan vitaliciamente a sus vástagos: el top de la nomenclatura filial que deviene el non plus ultra de la imposición paternal. La lista de la popularidad se completa, socarronamente, con los apelativos condenados a la extinción.

Tras leer el titular de una de estas recurrentes noticias me acordé de mi abuela. A mi abuela la nombraron con un nombre viejo. Tan viejo que, por pudor y vergüenza, decidió dejar de utilizar. Con la familia le resultó sencillo: se nos obligó a llamarla «mamá», «abue», «abuelita», «tía»…; con el resto de personas la cuestión se complicaba. El ingenio, sin embargo, se impuso y, por las resoluciones de éste, la formalidad. Los vecinos, el despachante de la verdulería, la señora de las tortillas, la cocinera de los infinita, eterna y pleonásticamente suculentos sopes de salsa verde del mercado la llamaban de usted y por su apellido. ¡Ay de quien osara pronunciar ese obligado regalo burocrático que sus padres le otorgaran! Me abstendré en osar y la palabra desde mi infancia prohibida permanecerá en mi silencio. Como dicen por ahí: no creo en los fantasmas, pero de que existen, existen –y más vale prevenir.

La memoria me conduce a acordarme no sólo de cómo se llamaba mi abuela, sino de cómo lo hacían sus amigas, amigos, primas, primos, tías y tíos. Se observan claras intencionalidades y sentidos en las elecciones. Seguramente la inexistencia de inyecciones epidurales bautizó a Dolores; la necesidad de componer un matrimonio, de la mejora de las labores domésticas o de la siembra hicieran lo propio con Remedios o Fructuoso. Mucha ilusión se nota con los Cristinos y los Iluminados; amor, con los Faustos.

De entre la lista de los apelativos que se perderán en este hispano país ibérico durante los siguientes lustros comprendo la razón de algunos de los nombramientos, en base a los contextos de entonces. Bautista, Felisa o Justa hallan fácil explicación. Caso contrario me sucede con Primitivo (las crías humanas suelen carecer de sofisticación, pero tampoco se encuentran, estrictamente, con falta de cultura); con Severino (anhelar severidad nunca debería haber resultado positivo); con Segundo (denota cierta falta de creatividad y casi desdén de parte de los padres). ¿Cómo explicarnos Dionisia? Quizá baste con mencionar el hecho de que la última Constitución española se redactó en un bar.

Cabe reflexionar si la dotación a los vástagos de un nombre no llevaba mayor intencionalidad o pretensión de trascendencia en el pasado que en la actualidad. ¡Las elecciones de antaño parecen tan poco azarosas! Hoy, diríamos, se trata de un acto más de estética que de religión, anhelos o supersticiones. Únicamente algún distraído o malintencionado se plantaría ante el funcionario de turno y nombraría a su hijo «Primitivo» o «Bautista», o a su hija, «Dionisia». Más normal nos resulta entrar al Registro Civil con un bebé anónimo y salir con un Rayan, un Thiago, un Leo, una Noa…

Sin embargo, tal y como hacemos ahora mismo, dentro de algún tiempo alguien se preguntará si Rayan se concibió gracias a las bajas tarifas de los vuelos a cálidas playas del sur de Europa, ofrecidas por una conocida aerolínea irlandesa; si Thiago y Leo constataban que la religión había pasado de simbolizarse con cruces a hacerlo con balones, o si Noa ejemplificaba que la espiritualidad institucional había claudicado ante el lobby feminista y se había convencido a dios de que quien nos salvaría, tras el derretimiento de los polos, sería en esta ocasión una mujer, constructora de barcos y bióloga.

Perdemos algunos nombres y, con ellos, cosmovisiones; asimismo, el modo de aproximación hacia la descendencia; no obstante, de forma paralela, ganamos otros apelativos: nuevos motes que refieren los cambios demográficos y culturales, así como las preferencias reproductivas de diferentes sectores sociales. Los Mohamed y los Dylan, las Malak y las Marwa sacaron de la postración a los íberos pediatras; también, al modificar tendencias nominativas, hicieron lo propio con la pronunciación de la realidad.

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