Suplicantes

Manifestación por Ayotzinapa en las calles de Barcelona el pasado 9 de mayo. Foto: Raúl Alonso Truan
Manifestación por Ayotzinapa en las calles de Barcelona el pasado 9 de mayo. Foto: Raúl Alonso Truan

por Yadur González

No tengo problemas para dormir, sin embargo me aterra que en cualquier momento pueda llegar el insomnio. Angustiado por la idea cierro los ojos con fruición tratando de encontrar una historia que me conduzca a cualquier lugar recóndito de la memoria, o la fantasía si se quiere, hasta extraviarme sin presente, ni pasado, ni futuro y no verme convertido en Funes, aquel memorioso borgiano que insomne perenne de manera minuciosa todo lo recordaba: una cartografía con sus valles, sistemas montañosos y rutas fluviales; los acontecimientos todos de un día completo con sus 24 horas, 1,440 minutos y 86,400 segundos; capítulos enteros de la Naturalis historia de Plinio el Viejo; el tamaño y las formas de las grietas en un conjunto de casas; un sistema numérico original. Sus fantasmas.

Si bien no tengo problemas para dormir, lo que me cuesta es acomodarme. Puedo ensayar tres, cuatro, cinco posiciones de la cabeza sobre la almohada hasta encontrar la postura más cómoda. Es un tormento, pero apenas lo logro nada impide que me conduzca al abismo como el chico malo de la canción de Tom Petty, cayendo libremente al infinito, sin ataduras, despidiéndome de este mundo por unas buenas horas. En una ocasión lo resolví con las Obras completas de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Fue de manera fortuita. Se trataba de un ejemplar tan grande y pesado que impedido de llevarlo a todas partes solía leerlo en la cama. Una noche lo puse abajo de la almohada y asunto arreglado. La rigidez y grosor del libro de más de 1500 páginas encuadernadas en pasta dura zanjaron mis urgencias por conciliar el sueño. En la última entrevista concedida a la revista Playboy pocos días antes de morir, Bolaño acertó al decir que “Un libro es la mejor almohada que existe”. Yo lo constaté por un largo periodo de tiempo.

Bien dicen que determinadas lecturas llegan a uno en el momento adecuado. Llevaba días con la idea de leer los clásicos griegos con mayor conciencia, completamente alejado de la experiencia que significó leerlos por obligación durante el bachillerato, con la inmadurez y las carencias propias de aquella edad. Aun así, no voy a negar que esta vez me aproximé con cierto temor. Me detenía el riesgo de encontrarlos nuevamente aburridos, orillado a abandonar la lectura por decepción. Sorpresivamente, una vez pasadas las primeras páginas, en seguida me vi inmerso en el atractivo mundo de las dichas y las desgracias, los crímenes y las expiaciones, las ofensas, venganzas, reconciliaciones y límites humanos otros. Editado por Cátedra dentro de la colección Bibliotheca AVREA, la compilación de 32 tragedias también ofrece acertadamente varias ilustraciones, ejemplos cinematográficos y comparaciones con protagonistas extraídos de la literatura moderna para contextualizar aquellos mitos que uno imagina lejanos, pero que siguen vigentes de tan humanos que resultan.

Abocarme a estos textos significó reconocer figuras literarias profundamente arraigadas a nuestro imaginario colectivo: personajes como la matriarcal Electra, el jovial y entusiasta Dionisio, la valiente y luchadora Medea, el contrariado Edipo. O rastrear referencias que uno viene escuchando continuamente por lo acontecido: ya sea a Antígona, a Helena, a Prometeo o a Agamenón, por decir algunos. También aprendí que teatro y democracia significaron un binomio imprescindible en la construcción del sistema político de la antigua Grecia, ya que como recurso pedagógico las representaciones teatrales se utilizaban para cimentar valores cívicos en un pueblo que necesitaba educarse en un nuevo paradigma ético que dejara atrás la tiranía. Llamó mi atención incluso que una historia podía variar de un autor a otro, que en ocasiones los mismos personajes eran dotados de tales o cuales virtudes dependiendo de lo que se quisiera señalar; libertades con fines políticos que los escritores se tomaban según las circunstancias que los tiempos acuciaran. Al final, sin duda alguna, puedo decir que el ejemplar que poseo es de los libros que más atesoro.

Tengo presentes varias historias. Una de mis predilectas, por ejemplo, comparte título con otra, no así argumentos. Mientras Esquilo narra la petición de asilo por parte de Dánao y sus cincuenta hijas que huyen de un compromiso matrimonial no deseado, Las suplicantes de Eurípides, en cambio, trata de un tema mucho más estremecedor. Son las madres de los caídos en Tebas que, ante la negativa de Creonte de permitir la recuperación de los cuerpos, se presentan en el santuario de Deméter suplicándole al rey Teseo su intercesión para que los cadáveres de sus hijos les sean devueltos y poder darles las honras fúnebres debidas. Con todo y la fragilidad que provoca el luto, las madres se postran en las gradas de los altares para que sus ruegos sean atendidos. Simbólicamente portaban manos en alto ramos de suplicantes con manojos de laurel y olivo, el árbol sagrado de Apolo, atados con hilos de lana. Pronto la reina Etra, madre de Teseo, se une al coro y más tarde los hijos que han quedado huérfanos, sumergiendo así en un profundo dolor a la ciudad entera por la pérdida de sus jóvenes. Teseo por su parte toma muy en cuenta que Zeus castiga severamente a quienes muestran indiferencia ante el dolor y la indefensión ajena.

Si atendemos el tiempo que media entre el momento en que Eurípides escribió Las suplicantes y el día de hoy, hay aproximadamente dos mil cuatrocientos cincuenta años. No obstante su contemporaneidad cae como un azote, su flagrancia es un grito que me despierta para decirme que la tragedia sigue ahí, que no se ha resuelto, que el drama continúa. La sola imagen de las mujeres implorando la recuperación de sus muertos me sume en una gran conmiseración. El corazón se me estruja, me conmociono. No puedo ni imaginar el sufrimiento que provoca la pérdida de un hijo. Se dice que es un dolor –quizás el único– antinatural. Que lo predecible es que los hijos atestigüen la muerte de sus padres, no lo contrario.

Imposible no pensar en mi país. Desde hace siete meses hay 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos. Sus padres y madres han salido a reclamarlos y la exigencia primera es que se les presente con vida. Han ido de sus lugares de origen a Iguala, en donde ocurrieron los hechos, para conocer qué fue lo que realmente sucedió. Sin noticias confiables de ahí se trasladaron a Chilpancingo, Guerrero. Después a la ciudad de México y más tarde han peregrinado por diferentes rumbos del país, desde Chihuahua hasta Chiapas, y ya no hay océano que se interponga en su paso para alcanzar cualquier Eleusis. Para ellos no hay santuario que les quede lejos para ir, postrarse y exigir jurisprudencia. Al coro se han unido miles de personas demandando que se obre en conformidad y no se sigan conculcando las leyes. Las cuestiones humanitarias son insoslayables. Al tratarse de un acto de justicia quienes imploran apelan a una resolución que salvaguardaría igualmente la ley de todos, pues es concerniente a una cuestión esencialmente humana: la vida y la muerte dignas.

Eleucadio Ortega en Barcelona. Foto: Raúl Alonso Truán.
Eleucadio Ortega en Barcelona. Foto: Raúl Alonso Truán.

Hace unos días cientos de personas marcharon en Barcelona en solidaridad por su lucha. La manifestación fue encabezada por Eleucadio Ortega, papá de Mauricio, uno de los desaparecidos. Su voz serrana, su mirada remota y la piel curtida de dolor, hablaban por sí solas de la tragedia que atraviesa, de la noche aquella de la que ya no se ha podido recuperar. La noche misma que hizo admitir al país entero la pavorosa y larga pesadilla que ha estado viviendo en los últimos años, plagada de desastres que no han dejado de suceder y que ya no nos ha permitido volver a dormir igual. Desgracias que han manteniendo a otras miles de personas en vilo enfrentadas a sus fantasmas, rememorando las grietas provocadas por las ausencias, queriendo borrar esos capítulos de una historia que no tiene por qué ser natural, deseando olvidar lo acontecido en las horas aciagas, con sus minutos y segundos todos, para no recorrer más esa cartografía de la violencia. Pesadillas de las que uno quisiera despertar para no volver a esa amarga obscuridad inundada de secuestros y desapariciones, de feminicidios y violaciones, de colgados y descabezados. Y para mayor infortunio cubierta de corrupción, impunidad y desdén por parte de los gobernantes que, en las antípodas del talante de Teseo, se muestran indiferentes ante el dolor y la indefensión ajena. En un país en donde las atrocidades están dejando una profunda vaharada de aflicción, el nuestro es un duelo que en tanto no se restablezca no nos permitirá promulgar ningún nuevo orden significante para el bien común de la sociedad, razón por la cual la petición de las madres y padres de que se les entreguen sus hijos debe ser atendida con mayor perentoriedad. Lo contrario es quebrantar un principio ético, moral e inclusive hierático.

Sabido es que el escritor inglés P. B. Shelley sostenía que todos éramos griegos, refiriéndose a que nuestras leyes, literatura, religión, artes, etc. tienen su raíz en Grecia. Más tarde Borges agrega que, en efecto, todos somos griegos nacidos en el destierro, “en un destierro no necesariamente elegíaco o desdichado”. Quisiera contradecirlo, pero tal y como se ve el actual estado de cosas pareciera que estemos condenados por el sino de la desgracia. Ojalá no fuera así y este episodio en la historia del país sirva como punto de inflexión para cambiar el rumbo de una vez por todas. Lo suplico mientras veo las fotografías de los desaparecidos y los pañuelos bordados con sus nombres, breves biografías levantadas al vuelo en el cielo azul mediterráneo, como ramos de laurel y olivo atados con hilos de lana.

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Yadur González (Tantoyuca, Veracruz,México, 1970) es licenciado en Administración de Empresas y estudia el Doctorado en Gestión de la Cultura y el Patrimonio con la beca FONCA-CONACYT. Visitante de librerías y radioescucha empedernido, ha trabajado como profesor universitario, traductor, comerciante, bibliotecario, pero sobre todo como mesero. En ocasiones le da por correr maratones, tocar la jarana jarocha y escribir. Actualmente radica en Barcelona.

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