por Laura Martínez Alarcón
abril de 2016
¿Qué hace un hombre viejo volando papalotes? Papalotes, y no cometas de papel. Mariposas, en náhuatl. El origen de la palabra lo dice todo.
A simple vista podría pensarse que se trata de un lunático que ha perdido el último clavo de la cordura. O de un marihuano que anda corriendo por las calles porque necesita recordar que algún día fue niño. Algunos dicen que es el hombre más juicioso del país. Pueden ser las tres cosas.
Este viejo-loco, niño-sabio, vuela no uno, sino cuarenta y tres papalotes que encarnan cuarenta y tres vidas truncadas por la barbarie. Cuarenta y tres papalotes que arrastran sus largas y blancas colas de hilacho, que juegan con el viento y el sol, y cortan el aire –y la respiración- como rápidas y silenciosas saetas. Nada, ni los árboles ni las nubes pueden alcanzarlos, ni siquiera el horror que rompió las vidas de cuarenta y tres jóvenes, pobres, indígenas, futuros maestros de indígenas pobres, igualitos a ellos, que revolotean sobre nuestras conciencias.
Seis meses han pasado desde la masacre. Este viejo-chiflado, niño-sabio, es solo un artista iluminado, acaso el más grande de todos, que nos recuerda con sus papalotes blancos y luminosos que la vida también se parte con un sonoro crujido, como el hilo que permite el vuelo de sus mariposas de papel.
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