Ilustración: Lola Zavala
Digamos que no tiene comienzo el mar
Empieza donde lo hallas por vez primera
y te sale al encuentro por todas partes.
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Si te molestan por su acento o atuendo,
por sus términos raros para nombrar
lo que tú llamas con distintas palabras,
emprende un viaje,
no a otro país (ni siquiera hace falta):
a la ciudad más próxima.
Verás como tú también eres extranjero.
No me deja pasar el guardia.
He traspasado el límite de edad.
Provengo de un país que ya no existe.
Mis papeles no están en orden.
Me falta un sello.
Necesito otra firma.
No hablo el idioma.
No tengo cuenta en el banco.
Reprobé el examen de admisión.
Cancelaron mi puesto en la gran fábrica.
Me desemplearon hoy y para siempre.
Carezco por completo de influencias.
Llevo aquí en este mundo largo tiempo.
Y nuestros amos dicen que ya es hora
de callarme y hundirme en la basura.
No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.
A lo mejor no hubo esa tarde.
Quizá todo fue autoengaño.
La gran pasión
sólo existió en tu deseo.
Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.
Valiente en la medida de su maldad,
la gota se arriesga
a perforar la montaña
en los próximos cien mil años.
El planeta debió llamarse Mar:
es más agua que Tierra.
Mira las cosas que se van,
recuérdalas,
porque no volverás a verlas nunca.
Trompetas del fin del mundo
interrumpidas
para dar paso a un comercial.
Poemas sueltos del multipremiado poeta y ensayista mexicano, José Emilio Pacheco, que nació el 30 de junio de 1939. La tinta de su pluma se secó para siempre el 26 de enero de 2014.
Lo recordamos así hoy, porque no hay mejor homenaje que leerlo para traerlo de nuevo a la vida.
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