por Lola Zavala

15 de octubre de 1917, afueras de Paris. Frente al pelotón de fusilamiento se encuentra ella, ojo de amanecer. Vestida y maquillada para la gran ceremonia de su muerte, Mata Hari se despide, se toca apenas los labios con el dedo índice de su enguantada mano derecha y lanza un beso. El oficial a cargo grita la orden, los 12 turbados soldados del pelotón sueltan las balas, sólo aciertan cuatro, una de ellas en el corazón. Margaretta se desploma fulminada, su hermoso abrigo azul descansa en el barro junto a ella y lentamente se transforma en carmín.

La leyenda está servida. Margaretha Geertruida Zelle pasa a la historia como la bailarina exótica e impúdica que enamoró a cientos de militares, la apasionada y voluptuosa Mata Hari que utilizó sus dotes para el espionaje internacional, la misteriosa mujer y ardiente espía condenada a muerte a los 41 años. Su cuerpo se destina a la facultad de medicina, su cabeza es amputada, embalsamada y exhibida en un museo, del que en 1958 desaparece, robada, según dicen, por un admirador.

Raices

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