Con la tiza en la lengua

por Lola Zavala

A raíz de vivir fuera de México me he dado cuenta de las cosas que son realmente nuestras, es decir, netamente mexicanas; las que se comparten con el resto de la humanidad y las que, en alguno de esos viajes transoceánicos, salieron de México para instalarse a sus anchas del otro lado del mar y no volver a poner nunca más las patitas en sus tierras de origen. Y viceversa.

Le sucede a cosas concretas y tangibles. Pero también a la lengua. A lo largo de los años que llevo viviendo en Barcelona me he ido fabricando una especie de lista donde voy anotando las curiosidades con las que voy tropezando en el camino. He encontrado que, aunque tenemos una lengua común, son muchas las ocasiones en las que debemos explicar lo que queremos decir, antes de que nuestro interlocutor entienda una cosa que no es. En los peores casos, si no nos damos prisa en aclarar el entuerto, corremos el riesgo de que el malentendido estalle y la cosa derive en un innecesario enfado de proporciones monumentales y termine con nuestro orgullo y – en casos verdaderamente extremos – nuestros dientes desparramados por el suelo. En los casos más amables, el enredo da lugar a una sanísima diversión, en la que la anécdota graciosa nos da para varios fines de semana de carcajadas e incluso para escribir un artículo como este.

Con el paso del tiempo, aprendemos la nueva lengua. O, deberíamos decir, su uso. Porque las palabras son las mismas pero el significado no siempre lo es. Tampoco las cosas se llaman igual, ni las frases se estructuran de la misma manera.

Los mexicanos somos extremadamente cariñosos, y es algo que no notamos hasta que interactuamos fuera de nuestro país. Utilizamos para todo los diminutivos, que no son otra cosa que una manera cariñosa de decir las cosas. Ojo, no significa –la mayoría de las veces- que a lo que le aplicamos el “ito” o “ita” sea pequeño o insignificante. 

El uso del diminutivo es también una manera de decir por favor, sin decirlo. A veces, inclusive, utilizamos el “por favorcito” que tanta gracia hace por estas tierras.

Pongamos un ejemplo: estamos en pareja en un restaurante y ordenamos algo del menú. El platillo acude, es abundante. Así que decidimos pedir un plato extra para compartirlo. ¿Y qué es lo que hacemos? Pues pedimos: – ¿Me trae por favor “un platito” extra para compartir? En México, ese “platito” no es un platito chiquito, es un plato extra de tamaño normal. Pues aquí no. Si tenemos suerte nos traerán un plato de postre, pero como especificamos el “ito”, lo más común es que nos traigan un plato pequeñito de los de café exprés. La cara que se nos queda es un poema. Y podemos seguir, porque si se nos cayó el tenedor, pedimos un tenedorcito, si fue la cuchara, una cucharita, etc. Mismas consecuencias: a la mesa llegará un tenedor para que coma con él un bebé y una cucharilla que hará juego con el platito de café. Ya entrados en gastos, pues podríamos ya de una vez pedir la tacita de café y la cuenta. Esa sí, si decimos cuentita, sería de agradecer que fuera pequeñita. Total, no hemos podido comer en condiciones.

Sobre el tema de los enredos monumentales tengo también un ejemplo que, creo yo, salvará de la ruptura muchas relaciones entre compatriotas e ibéricos. Afortunadamente, en mi caso, no tuvo tintes violentos, pero fue tal la cara que puso mi interlocutor al oírme decir aquello, que me apresuré a preguntar qué le había dicho y, sobre todo, qué había entendido que le dije para tener esa cara tan descompuesta. El resultado me obliga a recomendar a mis compatriotas que si están por estas tierras ibéricas, no usen, jamás, la palabra necio. A menos que lo que quieran hacer sea insultar severamente la inteligencia de su interlocutor. Aquí es una palabra muy fuerte cuyo significado nada tiene que ver con alguien terco como una mula. Utilicen por favor los términos cabezota, tozudo o, incluso, terco, que son lo más cercano a lo que para nosotros constituye una persona necia. Háganme caso, no sería divertido verles perder a su pareja o, en un caso extremo, verles desembolsar una fortuna para que un dentista les recomponga la mandíbula.

Los enredos divertidos pueden trasladarse también a la lengua catalana. Una amiga mía tenía un novio catalán que la invitó a pasar con su familia unos días en la montaña. Era invierno, así que hacía un frío tremendo. Mi amiga me contó que no llevaba suficiente ropa de abrigo y que por la noche, a la hora de dormir, sus pies se habían convertido en un par de cubos de hielo aunque aún era capaz de caminar. Así que salió al pasillo, se encontró con el padre de su novio y le pidió que si por favor le prestaba unas calcetas porque tenía mucho frío. Y se armó el lío. ¿Cómo era posible que la chica confesara que tenía frío en salva sea la parte y pidiera, sin rubor alguno, unos calzones más abrigadores? Pues sí, señoras y señores, calcetas en catalán no significa calcetines largos, sino por desgracia para mi amiga y para regocijo nuestro, unos vulgares chones. Y para colmo, ¡los pedía de caballero!

Siempre hay que tener cuidado con las palabras, y más si estamos en un sitio ajeno y por primera vez. Luego ya, con la lección aprendida, todo es diferente. Las cosas no se llaman igual aunque, de entrada, lo parezca. Volvamos al restaurante pero ahora en la sección de bar. En México tenemos variedades de cerveza que a grandes rasgos se clasifican en claras y oscuras. En Barcelona esa definición no sirve para que nos entiendan lo que queremos. Si lo que quieren es una cerveza clara, nunca la pidan así, pues a su mesa llegará una bebida que sabe a jabón, resultado de la mezcla de cerveza con refresco de limón. Hay que pedirla rubia, como la superior aquélla del anuncio. Luego puede ser que le agarren el gusto a la clara de aquí, tiene un sabor un tanto exótico pero tiene una bondad: embrutece menos.

Otra típica decepción es cuando en los días de calor, pides agua y te preguntan si la quieres fresca o natural. Lo normal es que la elijamos ¡fresca, fresca! Lo triste es que no llegará un agua de frutas como la que se hace normalmente en nuestras casas en México o como la que vende el frutero de la esquina, sino que vendrá una botella de anodina agua simple, eso sí, bien fría. Es de agradecer que esté así, con tanto calor, pero no deja de hundirnos un poquito en la miseria. Conclusión: agua natural, quiere decir al tiempo; fresca, quiere decir agua fría. Y si quieren beberla con popote, pidan una cañita, porque popote no lo van a entender pues su origen es náhuatl. Aunque, eso sí, una cañita también es un vaso pequeño de cerveza de barril. Podrían pedir una pajita, pero se exponen que les gasten una broma, pues una pajita es también el diminutivo de aquello que hacen los hombres para darse amor en solitario. Casi mejor y para evitar riesgos: bébanse el agua directamente de la botella.

Llegados a este punto, mejor hablamos de las palabras que sí se subieron al barco para no volver y dejaron abandonado y a su suerte a popote. Sobre ellas tengo un ejemplo muy interesante. Es la palabra que se utiliza para denominar a la pequeña barrita blanca y polvosa con la que la maestra escribe en la pizarra -para nosotros, pizarrón-, que aquí se llama tiza y su origen es el término náhuatl “tizatl”, que quiere decir yeso. Tiza se subió al barco y en su lugar dejó en México, no a popote -claro está-, sino a la monosilábica palabra gis. Gis es una palabra que viene del latín “gypsum” que también significa yeso y cuyo sonido es parecido al vocablo en catalán que designa a los mismos polvitos blancos en barrita: “guix”.

Así que, de toda la vida, antes de que el rotulador y la pantalla con proyector los desplazaran, los niños ibéricos aprendían a leer, a escribir y a sumar y restar, leyendo lo que el maestro, tiza en mano, escribía en la pizarra. Unas lecciones que tomaban, sin saberlo, a través de un trocito de nuestra querida tierra. Mientras tanto nosotros, aprendimos con un gis que se deslizaba en el pizarrón y que, sin saberlo tampoco, nos enseñaba un poquito de latín y quizá también una pizquita de catalán.

Mayo, 2013

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