Permiso. Propio.

por Juan Honey

La amabilidad mexicana es formal y rebuscada. Tiende a causar gracia a quien de afuera se apresenta en el país. Resulta relativamente sencillo adquirir la “habilidad de usuario” (si fuera un certificado de inglés, hablaríamos de un First Certificate). Hay que aprender que ante la inminente salida de un sitio es menester excusarse: “permiso”, dice uno, y quien se queda debe responder: “propio”. Menester también es saber que la mañana termina inexorablemente a las 12:00 y que a partir de unos minutos antes y hasta unos cuantos después, es cuando los mexicanos son más conscientes de la hora. “Buenos días”, saludas al funcionario o al mesero o a tu amigo, quien mirará su reloj (o celular) y te corregirá, si hace falta, con un suave tono: “¡Tardes!, que ya son las 12:01”. “Sí, perdón [la disculpa]: ¡Buenas tardes!”, lanzas de nuevo, esta vez correctamente.

Al acabar la comida corrida (de “comer a la carrera” o “de manera veloz”, sin el reflexivo, ¡por favor!), ese alivio y remanso de humanidad godinezco, y se dirige uno a la salida de la fonda, se desea a los comensales restantes, mientras se sortean las mesas con parsimonia: “¡[que tengan] buen provecho!”, así se trate de los colegas de la infame oficina donde trabajas, o unos completos desconocidos. De los estornudos, pocos se quedan huérfanos de su correspondiente “salud”, buena voluntad que te obsequia aquella persona que más cerca de ti se encuentre. “Gracias”.

Cuando invitas a alguien a comer a tu casa, tiene que quedar claro que lo haces porque tienes ganas, no “sólo porque sí”. Por eso lo preguntas y por eso el otro se niega; y por eso insistes y por eso el otro continúa en su negativa; y así, hasta que la duda queda por entero disipada: la invitación es en serio, tanto como lo es que el otro sí podía y sí quería quedarse. Esta situación nos choca a los mexicanos de manera especial al cambiar de país. Resulta que la primera pregunta ya es honesta y nuestra primera negativa es tomada como tal, y absoluta. “¿Te quieres quedar a cenar?” “Creo que mejor me voy a mi casa, que tengo unos pendientes que hacer” (el acostumbrado rodeo). “Ok, nos vemos otro día”. Y de pronto te ves en la calle, sin cena, con hambre y frío, y descolocado: ¿por qué ese otro no quería que me quedara a cenar? ¿No éramos amigos?

Los “perdóneme” y los “por favores” constantes son parte de esta armazón de cordialidad de la que nos hemos dotado. Nos disculpamos incluso cuando el hecho no revierte culpa alguna, o la culpa no es nuestra, y pedimos favores ante obligaciones ajenas. El resultado es que una actividad que podría tomar unos pocos segundos puede alargarse en un diálogo de interminables frases-respuestas prefabricadas (permiso-propio; gracias-de nada; perdón-no hay cuidado). Un constante y eterno día de la marmota, y sin la posibilidad de conquistar a Andie MacDowell para lograr que el tiempo siga su transcurrir y continuar al siguiente capítulo.

Podríamos suponer que tantos ritos de hiperamabilidad son fruto del sometimiento que desde hace centurias sufrimos los mexicanos. Primero, por parte de los tiranos aztecas; luego, por parte de los tiranos españoles; más tarde, por parte de los tiranos esos a los que les dio por llamarse a sí mismos “mexicanos”, pero que no eran sino los mismos tiranos de antes y los de antes-antes…Quizá es que la amabilidad nos viene de las crudas condiciones de cruzar el estrecho de Bering hace miles de años y la inherente necesidad de hacer piña y ayudarnos los unos a las otras en semejante aventura. Amabilidad esa que, finalmente, nos vendió, cuando el literal Cortés y su cohorte se tomaron en serio aquello de “mi casa es tu casa”, que les dijeran los reverencistas aztecas, sin que aquél entendiera que era una simple y llana formalidad; en caso alguno un ofrecimiento sustancial.

Perdido el imperio como consecuencia de un poco amable malentendido sobre la amabilidad, permanece la pregunta sobre por qué tanto hincapié en las formas triviales que quitan el tiempo mientras refieren lo obvio.

Me decanto por la teoría que dice que nuestra irredimible y a veces cursi amabilidad viene de la necesidad constante que tenemos de decirle a ese otro que lo reconocemos como persona. Suena absurdo, sin embargo, una vez ya dudaron de nuestra humanidad. Aquella ocasión (después del episodio “mi casa [no] es tu casa”), esos que venían arrasando nuestras tierras con sus caballos y nuestras tersas pieles con las cicatrices de su sarampión, tuvieron que recurrir a las más altas esferas políticas e intelectuales de su época para discernir si nosotros éramos seres humanos y, por lo tanto, sujetos de pleno derecho de cristiandad. Fue con la bula (no confundir con “burla”) papal Sublimis Deus cuando se zanjó el tema. La bula (o quizá, sí, burla) se dio ¡tras 45 años de convivencia! La pregunta sale sola: ¿No son acaso suficientes 45 años de estar con un algo para darte cuenta de si se trata de una persona, un androide o una silla? Es verdad que tampoco nos enviaron lo mejorcito de las europas (lo digo consciente de que quizá alguno de esos llegados me concierne), ¡pero aún así!

Dudada nuestra humanidad legal, por décadas, y en la práctica, por centurias, a nosotros, sabedores de que contra todo pronóstico y contra todo deseo de tlatoanis aztecas, virreyes españoles, emperadores nacionales e importados y la nata espesa, esa que se autoproclama “clase política” y “clase bonita” que se ha instalado en el poder, como si efecto de la inversión térmica en pleno enero se tratara, somos personas, nos gusta reafirmárnoslo. Decírnoslo como forma contestataria ante un sistema que nos aspira, tanto como puede, nuestra dignidad y, con ella, nuestro ser humanos. Entonces nos enroscamos en la idea de que por lo menos entre nosotros sí sabemos que los somos. Y para joder más, más insistimos y neceamos: como nos han denigrado tanto con eso de que somos pero no somos, y luego resulta que sólo somos a medias, aún hoy en este entrado siglo XXI, entonces me sale reconocerte doblemente, por ti, por mí, por nuestros padres y para que se chinguen todos los de enfrente (los de las colonias con banquetas y metro subterráneo): y que no nos quede duda.

–¿[¿Me das, tú, persona con la que comparto el elevador, permiso de salir del mismo? Te pido permiso porque al pedírtelo te confirmo que he notado tu presencia y que he notado que tu presencia es humana. Que tu cuerpo conlleva una inseparable dignidad que por ningún motivo me atrevería a cuestionar, a pesar de que aquellos que te emplean te la niegan, a pesar de que aquellos quienes ostentan el dinero y el poder, te la niegan, a pesar de que tus abuelos y sus abuelos estuvieron en la misma posición a la que hago referencia. Compañero oficinista de vertical viaje, tú, ser humano tanto como lo soy yo, pido tu confirmación de que me reconoces a mí también como una persona en condición de igualdad] Permiso?

–[El permiso te pertenece, ya que noto que eres un ser humano. Agradezco tu reconocimiento y te ofrezco el mío. Te he visto, te he escuchado, me he dado cuenta que eres capaz del uso de herramientas (has apretado el botón del piso al que vas) y sé que ahora te embutirás, como yo, en una oficina mugrienta a trabajar 12 ó 13 horas por un salario alejado de cualquier acepción de decoro anunciada nunca. No me importa que ahí, por obligación, lo dejes de ser; en la cercanía y para mí, eres persona, corpórea y poseedora de esa humanidad que luego los de siempre, nos intentarán quitar. Tú y yo sabemos que mañana refrendarás tu opinión sobre mí, de nuevo, y que de nuevo, lo haré también, sobre ti] Propio.

Así, ante la duda de esos otros, de los egresados de calmécacs aztecas y calmécacs contemporáneos, de los tiranos conquistadores extranjeros y de los tiranos actuales nacionales, no nos queda más que convertir en arma nuestro lenguaje diario para mostrar que no pudieron con nosotros, y que nunca podrán. Como las canciones rebosantes de humanidad que salían de las gargantas de los africanos importados al sur del paralelo 36, nosotros con menos entonación aunque igual intención, nos pedimos permiso, nos damos las gracias, nos deseamos salud. Hasta el cansancio. Hasta siempre.

Humanidad confirmada: Permiso-Propio.

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