De gatos, de humanos y de amor

Ilustración: Lola Zavala

por Juan Honey
A Mancha

Hace unos días la sección de ciencia de The New York Times destacaba un experimento llevado a cabo en la Universidad Estatal de Óregon –pública y esdrújula– en el que concluían que la evidencia empírica apunta a que los gatos aman a los humanos. Me gustaría creer que entre tanto bosque de un lado, la inmensidad del océano Pacífico del otro, y encontrarse cerca, sin ser, el lugar de nacimiento de Nirvana o Pearl Jam, los oregonenses tienden a la locura de gastar dinero y tiempo en investigaciones superfluas y a la ausencia de pudor demostrada a la hora de publicar sus resultados.

Quienes hayan convivido con los pequeños felinos mencionados conocen desde la primera amistad gatuna aquello que a tan sesudos personajes les dio por investigar. Esto es, que con los mininos se crean fuertes lazos afectivos. Por ello, cuando quienquiera viene y nos cuenta que ahora la ciencia ha descubierto que sí, que los gatos nos estiman, nos queda el único recurso de levantar con imperceptible ligereza la ceja; si el quienquiera viene con la idea contraria –convencernos de que no somos queridos por las mascotas que cohabitan nuestras moradas, y que, ¡además!, somos manipulados por ellos– susurramos «y sin embargo, se mueve». En ambos casos la siguiente pregunta a nuestro interlocutor es si el sol de ese día calienta y en qué medida lo hace o que si sabe que el mapa del mundo Mercator sobredimensiona Groenlandia hasta límites insospechados.

Lo que llama la atención sobre la relación entre los gatos y los humanos no es si los gatos nos quieren o no, sino la obsesión humana –los gatos tienen las suyas propias, pero de esa les toca hablar a ellos– de que aquéllos no muestren su cariño. Más que «cariño», así, a secas, que no demuestren cariño sin cortapisas, ni peros, ni nada que genere duda, a la hora en que los humanos lo requieren. Es decir, el ser humano-no-conocedor de gatos se obsesiona con la idea de que los gatos son gatos y no seres independientes y no comprende que por qué no lo son y que por qué no actúan como si lo fueran. Su lógica suele ser: [el gato] no viene cuando lo llamo = no me quiere; no me hace caso con el juego de la pata = no me quiere; se va de casa largas temporadas = no me quiere; le gusta la soledad = no me quiere; sólo está en casa para que lo alimente = no me quiere; se deja acariciar cuando a él le apetece en lugar de cuando a me apetece = no me quiere. A partir de estos ejemplos de comportamiento, se los acusa de traidores, malvados, malagradecidos y se los relaciona con las brujas y se los quema con ellas; se los convierte en símbolo de la mala suerte; se los lastima sin motivo.

Ante tanta sinrazón, el tema de los sentimientos profesados por los felinitos hacia los humanos pasa a segundo término. La cuestión que deberíamos tratar se constituye en por qué los humanos confunden apetecencias divergentes con falta de estima; por qué los humanos necesitan demostrar su autoridad de manera constante; por qué el desafío acarrea tanto odio y violencia –además de experimentos pagados por el contribuyente–; por qué los humanos desean con tanto ahínco que algo/alguien les haga caso sin remilgo; finalmente, por qué diablos identifican amor con sumisión. Y esto recuerda por momentos no sólo la relación entre gatos y humanos, sino entre una mitad de humanos y la otra mitad de humanos; una mitad que somete a la otra a que haga lo que quiere; una mitad, incapaz de encajar una negativa, propensa a obligar aceptaciones. «Te alimento y cubro tus necesidades; a cambio tú dame amor –bajo la forma de la subyugación–». Tantas dudas de los humanos para con los gatos y para con los otros humanos, en lugar de provocar el estímulo de la curiosidad, conducen al miedo y nos llevan a desconfiar de tales humanos.

De vuelta a los gatos, quienes convivimos con éstos difícilmente diremos que los tenemos o los tuvimos porque nos sabemos no-dueños de ellos. Disfrutamos cuando deciden echarse a nuestro lado, subirse al teclado del ordenador, erigirse como esfinges enfrente de la pantalla de la televisión. Los extrañamos cuando dejan de ronronear y se van por ahí a buscar más y mejores diversiones que nuestros mimos; cuando se escapan por días y noches y semanas de casa. Aceptamos la realidad cuando nos demuestran, al cazar ratones o pájaros, que eso de que les demos de comer les parece bien, pero que el hecho de que proveamos es, en última instancia, una opción que nosotros tomamos, que ellos solos pueden hacerse cargo de sí mismos. De vuelta a los humanos, a éstos, los autoritarios y faltos de amor, lo anterior les jode la autoestima, ya que el gato se encarga de restregarles en la cara su inherente futilidad como habitantes del planeta –por muy humanos que sean ni siquiera son necesarios para salvar al gato de la inanición–. ¿Qué gozo encierra que el otro permanezca contigo a causa de una orden a través de tu garganta emanada? ¿Qué acaso no es mejor saber sin cortapisas, ni peros, ni nada, que ese otro yace junto a nosotros porque así lo desea, y que ese deseo no acarrea atisbo alguno de duda?

Otros, sabemos que con un gato o una gatita podemos llegar a amarnos con pasión y con locura: cuando a los dos nos da la gana;  que el bichito o la bichita está con nosotros  porque así lo quiso, no por seguir nuestros caprichos; que al cielo se entra cuando el o la pequeña felina te muestra su entera confianza y te permite acariciarle esos maravillosos pelitos que le crecen en la panza.

¡Que dios nos guarde de científicos y periodistas que hablan de gatos! Amén.

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