por Lola Zavala
Pronto será 1º de noviembre, el día en el que nuestros siempre recordados difuntos vendrán a visitarnos, tal y como lo hacen puntualmente cada año. En México hace tiempo que están preparándoles la bienvenida. En el ambiente ya se respiran los olores de las flores de cempasúchil y del pan de muerto -la estrella de todas las panaderías durante estas fechas- y a los mercados llegaron ya las calaveras en todas sus formas, colores y sabores: de azúcar, amaranto o chocolate; el papel picado y las alegres calacas de cartón. Quizá habrá alguna que otra bruja paseando por ahí, totalmente despistada, entre telarañas -también ajenas- y pobres calabazas despatriadas.
Las ánimas acudirán puntuales a visitarnos y se encontrarán con las ofrendas que con tanto amor les hemos preparado. No vendrán a jalarnos las patas, ni vendrán convertidas en zombis. Tampoco viajan en escoba, ni son fantasmas. Nuestros seres queridos vendrán a compartir con nosotros la comida, la alegría y el amor por esa vida que nos dio la oportunidad de conocerlos. Somos lo que somos ahora gracias a su paso por este mundo. Así que lo que sentimos al recordarlos no es miedo, ni terror, ni espanto, sino puritito amor.
A algunas ánimas les tocará hacer un viaje mucho más largo, pues tendrán que desplazarse hasta allá a donde la vida haya movido a sus deudos, incluso fuera de las fronteras de su país de origen. Y aunque sabemos que el trayecto es largo tenemos la certeza de que todas acudirán a nuestro llamado, de que encontrarán el camino y de que llegarán a tiempo, porque la invitación es poderosa y nos nace directamente desde la memoria y desde el corazón.
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