Aeropuerto I: El gran viaje

por Juan Honey

El gran viaje por excelencia de la humanidad, el descubrimiento de un nuevo continente y la llegada hasta su extremo sur –la ahora Patagonia–, tomó unos 300,000 años. Desiertos, montañas, caudalosos ríos, el estrecho de Béring entre otros accidentes geográficos, se erigieron como las dificultades de aquella jornada primigenia –una dilatada road movie–, realizada a pie. Duración del viaje escasamente envidiable si se la compara con las cinco horas que lleva en el siglo XXI volar desde la América más norteña a Irlanda, por ejemplo, o con las 18 de Singaupur a Nueva York. Una relación de unos 120 millones a uno.

Junto con el tipo de transporte, otras diferencias se patentizan entre aquellos viajes y los de ahora. Regresemos en el tiempo y apliquemos una encuesta al pequeño grupo que cruzaba el congelado paso entre Rusia y Alaska: «Especifique el motivo de su viaje: A) Turismo B) Negocios C) Visita a algún familiar/conocido D) Establecer su residencia permanente en otro sitio [búsqueda de unas mejores condiciones de vida]» Las respuestas quedarían vacías, a excepción de la última. «¡300,000 años de andar difícilmente responden al ocio!», nos contestarían, si acaso conceptualizaran tan relajante cuestión. «¿Creen que nos enfrentamos por placer a esta glaciación a estas latitudes?»

Prosigamos con nuestro juego y repitamos la pregunta a cada uno de quienes hacen cola para el check in de un vuelo del Distrito Federal a Houston. Las respuestas mostrarán variedad de colores; la única posible para nuestros intrépidos antepasados, sin embargo, se mantendría.

En el mencionado vuelo a Houston (como ciudad de destino o escala) encontramos a dos grandes grupos de paisanos: los unos, chicos de rubias cabelleras, cargan como losa sus pasaportes verdes (fuerte deviene el anhelo de cambiarlo de color); su orgullo se halla en su acento perfecto del inglés –aprendido en alguna academia o escuela bilingüe– que hablan como nativos (sea eso lo que sea, sobre todo en un país como Estados Unidos).  Los otros, color de bronce, en su mayoría poseen pasaportes azules y se muestran orgullosos de que su origen se halle en el maíz; hablan un estructural y auténtico espanglish. Los primeros suelen llevar como equipaje maletas cuyo precio (el de las petacas vacías) indignaría a cualquier alma del bien; los segundos, cajas recubiertas con cinta adhesiva. Dos aspectos dispares de México que sólo coinciden de modo directo y horizontal en escasos espacios.

Ir de shopping a Houston «porque está, neto, más barato que aquí [en México]» o pasar un fin de semana en el apartamento de Miami son derechos inalienables de quienes pueden pagarlos. Lo mismo el viaje a San Francisco o a Londres para lubricar o cerrar algún negocio. Estos auténticos trotamundos se conocen ya la dinámica del proceso de viaje y sienten que su hogar se encuentra en cualquier aeródromo que no sea el caótico Benito Juárez. Al llegar a destino atraviesan los controles migratorios como Pedro por su casa. Cuando regresan sufren nervios por la aduana sólo en cantidad suficiente para convertirlos en una anécdota más –cuya colección resulta fundamental en este tipo de periplos.

Los esquís comprados en París y utilizados en Aspen fueron dejados en alguna escala por la aerolínea debido a falta de espacio en las bodegas del avión. El motivo deviene suficiente para emprender una sonada lloradera y la correspondiente gritoniza al personal aeroportuario –desde este teclado se empatiza con los llorantes y se entiende la gravedad de la situación: cada invierno la nieve que cubre el Valle del Anáhuac hace necesarios aquellos artilugios para transportarse de la casa ubicada en alguna loma al aula de la universidad de paga. A veces, los de aduana miran con excesivo celo el montón de ropa y productos electrónicos transportados como equipaje. «Es para uso personal», se defiende quien se siente atacado. «Sí, sí, utilicé cada prenda en los tres días que estuve fuera. Es que, oficial, me gusta andar limpia. Además, entre todo no hace ni siquiera los 10,000 dólares. Puedo traer hasta 10,000 dólares. Eso lo sé.»

Aquellos, cuyo motivo de traslado en nada se acerca a los deportes de aditamentos caros o al consumismo en su definición destilada, en sus endebles equipajes llevan y traen recuerdos, ayudas y algún regalo. Más que porque allá esté, neto, más barato, la razón se encuentra en que quienes aquí moran no tienen cómo pagar nada. Estos viajantes se han obligado a un trabajo traspuesta la línea de la frontera, a cambiar costumbres, a hacer casa en terreno ajeno, a recordar de forma constante el sitio de donde fueron expelidos. Sus viajes de regreso, a pesar de la nostalgia y la necesidad de familia, se intercalan uno con otro muchos años. Ahorrar apremia y ahorrar no es posible sin sacrificios. Este grupo se complica con los trámites a emprender. Sus integrantes desconocen el funcionamiento de las terminales aéreas y les atormenta la idea de la autoridad –ente que para ellos existe, sobre todo en su forma punitiva. A pesar de que representen con sus cuerpos y sus vidas la migración que conformó al ser humano, se convierten en foco de maltrato, del institucional y del orgánico. Los unos los intentan engañar con impuestos inventados y amenazas; los otros, juzgan con las miradas sus pobrezas de nacimiento; pobrezas patentes ya como cicatrices, ya como heridas abiertas.

Tras aterrizar en Houston y recoger en la misma banda cajas de cartón o maletas de marcas francesas impronunciables, ambas realidades se separan. Al hotel de camas extra grandes y los malls se dirigen quienes la idea de viajar les llegó con tres días de antelación, a modo de ese capricho como derecho irrenunciable del cuerpo o del alma. A la lejanía y el echar de menos, quienes la idea de viajar les llegó como imposición de vida, por cuyos escasos derechos luchan constantemente –aun sin saberlo– con sudor y miedo; a la dificultad, aunque el suyo represente, todavía, el gran viaje por excelencia de la humanidad.

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