Crónica del encuentro imaginario, o no, entre Antoni Gaudí y Josep María Subirachs
por Lola Zavala
Cada mañana, el bullicio lo despierta. El letrero que reza “Aquí descansan los restos de…” le da hasta risa. Menudo descanso eterno el mío, piensa. Cada mañana venga la marejada de turistas, flashes, alboroto y harto ruido. El estruendo de la obra -que avanza cada día imparable- lo halaga, pero el taconeo y el vocerío de los visitantes no lo deja pensar ni concentrarse. Miles de lenguas suenan a la vez. Cada año traen un aparato electrónico diferente y cada vez es más extraño. Ya no sabe a qué vienen, si ni miran nada que no sea sus aparatitos.
El pasado abril llegó por fin Josep María a acompañarlo. Hacía tiempo que Antoni esperaba el momento de su llegada. Lo había observado montar esa fachada piedra a piedra. La encontró angulosa, con demasiadas líneas rectas. Gris.
Se sentaron a intentar charlar.
Josep María, temeroso, no sabía qué decir. Por fin estaba frente a su muy admirado y queridísimo maestro. Antoni fue el primero en abrir la boca y lo único que atinó a decirle antes de soltarle un tortazo fue:
¿Cubista? ¿En serio?
Luego vino el abrazo. Al fin y al cabo Antoni siempre ha sido un hombre piadoso. Y después de tantos años, le confiesa, se ha acostumbrado también a esa fachada y hasta ha llegado a pensar que le gusta.
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Crónica del encuentro imaginario, o no, entre Antoni Gaudi (1852-1926) y Josep María Subirachs (fallecido el 7 de abril de 2014)
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