Así hablamos

por Juan Honey

Con este texto, comparto lo expuesto por Augusto Metztli en su participación «Así hablo yo», en la revista electrónica Boreal. La situación que narra resulta, para cualquiera en su posición, la mía y la de miles de personas que venimos de fuera –de un afuera en particular–, de tan repetida, cotidiana. Hizo volver a mi memoria momentos primeros de mi estadía en Barcelona, y me reafirmó en otros, que vivo día a día.

Recuerdo los ojos de vaca con los que el camarero (en un bar del barri Gòtic) respondió a mi petición de «un jugo de naranja». «¿Perdona?». «Un jugo de naranja, por favor». «¿Cómo?…». «¿Un jugo…?» … «¿Será que quieres decir un zumo?». «¡¡Ah!! Zumo. Sí… claro, un ¡zumo!». Apenas me había autodesempacado en esta ciudad y la comunicación con mi alrededor lucía complicada. Más, si quienes se dirigían a mí lo hacían a velocidades supersónicas. Entre tantas palabras y sonidos extraños ni soñar en distinguir entre catalán y el español de aquí.

Días más tarde del jugoso accidente, una compañera de clase rio con estruendo tras mi petición de que apachurrara el botón de una máquina que manipulábamos. Su risa no nacía de la proclividad del mote para configurarse como pasto de albur, sino porque le sonaba como a telenovela (nada que ver apachurrar, claro, con espachurrar, sinónimo utilizado en las tierras del señor Cortés, Hernán, para la acción de apretar algo). En caso de que se te ocurra preguntarle a alguien: ¿por qué no nos ponemos a platicar?, en lugar de tomarse un cafecito contigo, te señalará casi con burla que tu vocabulario resulta antediluviano, sin que se dé cuenta de que ello contendría la verdad de que Noé venía de México, que la más famosa tormenta del mundo cristiano sucedió pasado 1521, y que, por lo tanto, el hispano interlocutor, se convertiría ipso facto en algo así como tu tataraprimo.

Me visitó una vez en Barcelona un conocido suizo que había aprendido español en México. Tras su primer día de paseo, regresó en la noche al departamento con un grave enojo, mezclado de cierta estupefacción: había sufrido sudores y burlas para que lo entendieran (a pesar de su notoria rubiedad). No le sirvieron su torta de jamón, ni tampoco pudieron indicarle dónde agarrar el camión para llegar a la playa ni cuánto costaban los boletos para el metro. Me hicieron cierta gracia amarga sus complicaciones. Para entonces, yo había ya rasurado el brillo de mi vocabulario en aras del entendimiento con los íberos.

El problema trasciende el corto entendimiento de meseros y de los dependientes de tiendas diversas. Lo que la gente de aquí llama «acento» (sinónimo de un dialecto más del castellano, pero diferente del suyo) se convierte en un problema si tu vuelo originario partió de América. Encontrar trabajo es, sin duda, uno de ellos. En los departamentos de recursos humanos tienden a afear, o directamente a ignorar, candidaturas de esos extranjeros; los del mal extranjero. Como si fuera menester conservar en la blancura cierto tipo de empleo.

Otras complicaciones refieren el mundo más pedestre que el sofisticado laboral. Retomo el tema en el que Augusto se centraba: encontrar habitación en un piso compartido en Barcelona. Cuando te metes a la página de búsqueda de moda miras las opciones ajustadas a tu presupuesto y revisas las condiciones o requisitos impuestos: «Sólo chicas de 19 a 25». «No fumadores». «Gente trabajadora y responsable». Pocas veces lo expresan de modo abierto, mas existe un filtro extra que se personifica cuando llamas y diSes que quieres informaSión sobre la habitaSión. Más veces de las deseadas te sueltan un inmediato y nervioso: «Lo siento, la habitaZión se ha alquilado ya», cuestión altamente improbable porque sabes que el anuncio fue puesto recién tres minutos antes de que agarraras el teléfono.

Mostrar algún grado de españolidad deviene obligatorio en el casting habitacionil. O aseveras que vives en las íberas tierras hace décadas, o que conoces el barrio/ciudad perfectamente, o que tienes amigos y conocidos entre los nacidos entre los Pirineos y Portugal. Mejor, si pronuncias alguna palabrita o frase en catalán. Casi se ha de firmar un contrato que establezca que de ningún modo llenarás tu espacio privado –ni el compartido– con altas dosis de reggaetón; tampoco, que salvajes oriundos del otro lado del Atlántico, de los que dejan de bailar y ligar sólo para dormir interminables siestas, pulularán por ahí, en gustoso destrozo del orden. «Pero… [nervioso] ¿cómo eres tú con eso del ruido y la música?», que se responde en tu mente: «¿Es que acaso ustedes no se han fijado que dentro de sus bares –donde pasan más tiempo que en la oficina– se supera por decenas el promedio decibélico de una pista de aterrizaje a hora pico?». Sin embargo, callas esa versión y aseguras que el silencio te acompaña. Eso, o te quedas sin la posibilidad de aspirar al deseado cuarto.

El aSento –la proveniencia– nos haSe vivir a los latinoamericanos que radicamos en BarSelona una realidad diferente a la de la gente de aquí. Situaciones del día a día te obligan a recordar, de modo constante –siquiera mínimamente, que te encuentras, fuera de tu lugar de origen; que eres extranjero, hagas lo que hagas, hayas vivido aquí el tiempo que hayas vivido. Más extranjero que el niño recién nacido.

Esta situación, sin embargo, por más frustrante que nos resulte, debe hacernos recordar nuestros actuares, ahí, de donde vinimos. En México a la gente se la trata de un modo o de otro en función de su código postal, usualmente tatuado en la entonación de sus frases, en los ribetes con que las adorna, en el vocabulario para ellas elegido. Los médicos de la seguridad social mexicana te auscultan con mayor precisión si resultas güerito y denotas un buen trabajo; el funcionario encargado de tu trámite expeditará su labor si observa blancura en tu procedencia. En caso de que se te salga un «chiale» de barrio bravo, quizá te obliguen a parir a tu criatura en la acera, frente a la entrada del hospital público, o te descarten para la institución pública de posgrados de supuesta excelencia.

En algunos edificios de barrios de moda –aunque afectados seriamente por el pasado temblor– no resulta extraño que los vecinos dueños de departamentos se reúnan para decidir sobre los candidatos a comprar un inmueble en el edificio. Hablamos de comprar un piso, no alquilar una habitación. Lo mismo: hay que llenar el requisito, uno muchas veces infranqueable con el dinero. Del mismo modo, en escuelas primarias privadas se elige a los niños que entrarán a primero (seis años) por su tonalidad dérmica… Ya no hablemos de bares o discotecas.

Quejémonos de las situaciones que vivimos aquí, injustas vistas bajo cualquier luz. No obstante, hagámoslo sin olvidar lo que sucede allá. Aquello de lo que somos partícipes, activos y/o pasivos: miramos de soslayo, somos mirados con desdén, observamos discriminaciones constantes… y lo dejamos pasar, indiferentes. Si contamos con el privilegio de la ausencia de pigmentos en la piel, o si hemos logrado blanquearnos, disfrutaremos de las ventajas que ello otorga. ¿Señalaremos la injusticia aun en dicho caso? ¿Seremos capaces de dejar de reproducir lo que se nos ha insertado en vena? Lo de Barcelona parecen nimiedades comparado con lo que pasa en México.


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